27 septiembre 2006

PRINCIPIOS DE 1968

La ciudad donde nos habíamos instalado para formar nuestro hogar era una localidad costera con vocación que años más tarde se proclamó con rotundidad. Pero por aquel entonces era una especie de pueblo grande con la ambición propia de una capital de provincias. Recién iniciado 1968 el país vivía entre los pequeños sobresaltos de los exaltados y un intento de sobrevivir con sueldos que rozaban la miseria. Siempre me ha hecho gracia leer a posteriori lo concienciado que estaba este pueblo contra la tiranía de Franco, a quien nadie ni por asomo se le hubiera ocurrido denominar como "dictador". Esos exaltados, para la población, eran un grupo de jóvenes que se empeñaban en algo llamado democracia y que casi nadie tenía claro qué era. Hay que entender el tiempo de que hablo y sobre todo la precariedad en las familias, demasiado ocupadas en llegar a fin de mes y pensando que lo que les hacía falta a aquellos jóvenes con sus alocadas carreras delante de los "grises" (policías nacionales que por aquel entonces llevaban uniforme gris) era una paliza de sus padres y un trabajo duro como el de la mayoría.

Los autobuses practicamente no existían para moverse por las ciudades, siendo el medio de transporte habitual el tranvía, que puesto sobre dos raíles y enganchado a la red eléctrica mediante un triángulo en su techo, era conducido por un hombre (inconcebible que hubiera una mujer conductora). Era de considerable atención por todos a pesar de ser una visión cotidiana, puesto que dichos tranvías se cogían para ir a trabajar, las maniobras del "señor conductor", quien en una rueda con manivela a modo del timón de un barco pero colocado en horizontal, manejaba con indudable maestría y buen hacer aquel intrépido vehículo con un montón de gente dentro. Los más audaces y cuando el tranvía ya estaba lleno, se cogían a la barra de subida y permanecían en el escalón de izada hasta llegar a su destino, sin ningún miedo ni peligro a los escasos coches que circulaban a su vez. En el interior del caballo de hierro ciudadano, el revisor cobraba el importe del viaje según la parada de destino, dando a cambio un diminuto billetito que parecía hecho con papel de fumar que contenía todos los datos por si había un accidente, ya que, y era algo de lo que se ufanaban en cuanto tenían ocasión los empleados públicos, había un seguro que lo cubriría todo y eso daba importancia y empaque, por lo que los viajeros guardaban con sumo cuidado hasta su apeamiento el frágil documento. He de decir que nunca hubo ningún accidente, cosa que honra sobremanera a quienes desempeñaban ese puesto de trabajo.

Los domingos las gentes solían salir después de misa a pasear vestidos con sus mejores galas. Los niños pedían insistentemente se les compraba barquillos en cuanto visualizaban al barquillero con aquel pequeño bidón metálico. Los padres solían acceder en alguna ocasión y contemplando satisfechos a sus retoños mientras éstos giraban la rueda que les premiaba con uno, tres o cinco barquillos.

Por las tardes los casados se solían recoger en casa hasta la hora de ir al cine, dependiendo la película de si había niños o no en el domicilio. Los más avanzados de edad y ya con hijos mayores solían ir a horas más tardías. Los jóvenes y algo menos jóvenes pero solteros solían ir al cine por la tarde y luego si la economía del conjunto lo permitía a merendar en algún mesón de los que se habían puesto de moda y cuyos precios solían ser asequibles. Las discotecas tal y como se conocen ahora no existían y las muy escasas que empezaban a aparecer eran miradas con cierto recelo negándose las chicas a ir... por si acaso. Lola y yo salíamos un rato los domingos por la mañana y por la tarde salvo alguna película de las que no nos queríamos perder, generalmente nos quedábamos en casa, en parte por ahorrar y también por estar juntas.

Esto de ir al cine tenía su aquel, sobre todo si hablamos de dos mujeres solas y aunque fuera en la sesión de tarde porque siempre había algún hombre solo que conforme avanzaba la proyección se iba cambiando de butaca, acercándose, hasta llegar a sentarse al lado de la mujer que consideraba su presa. Casi al momento la veías levantarse y como poco dar una bofetada al indivíduo en cuestión. Creo que no hace falta aclarar mucho más lo que intentaba.

Las parejitas solían acomodarse en las últimas filas y era frecuente ver a alguien levantarse y venirse hacia adelante.

Una persona adulta por aquellos años se consideraba bien pagada en su trabajo ganando poco más de mil pesetas al mes, y eso con suerte. Cuando digo "bien pagada" no me refiero a que pudiera hacer grandes cosas, si no que podía vivir con cuidado de controlar su economía casera.

Lola había conseguido trabajo en un colegio de la localidad. Era una institución para dar educación a niñas "difíciles", que entonces se llamaban rebeldes y de las que sus padres ya no sabían qué hacer con ellas. Pertenecía a una congregación de monjas con hábito, las oblatas, madres de mano muy rígida e incluso dura que pensaban que había que enderezar a aquellas almas descarriadas y volverlas al seno de la santa madre iglesia. Generalmente las niñas de edades comprendidas entre los diez a dieciseis años, habían estado ya en algún reformatorio sobre todo las más mayorcitas. Solían permanecer internas en el centro y cuando alguna conseguía escapar era castigada con la mayor severidad, tanto física como emocionalmente.

Lola consiguió una vez ya dentro del profesorado, que se me diera un puesto en la cocina, de tal modo que practicamente teníamos un horario parecido ya que se me dio el turno de día. Por las noches después de cenar yo solía estudiar un par de horas mientras ella se ocupaba de poner en orden lo poco que ensuciábamos al estar todo el día fuera de casa. Después de tantear posibilidades y buscar la forma de compaginar trabajo y estudios, pude ir preparándome para la profesión que había decidido conseguir y ejercer. Sé que sin Lola nada de ello hubiera sido posible porque cuando yo llegaba cansada y decía de dejarlo todo, siempre era ella quien "me obligaba" a repasar lo aprendido "tomándole las lecciones".

No hay día en el que no la añore, aunque la siento constantemente a mi lado.

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