25 julio 2006

A HURTADILLAS

Los ojos de Angela son los más profundos que he visto en mi vida, de un color gris oscuro pero lleno de tanta vida interior que incluso a veces daba miedo mirarla directamente. Entre castigo y castigo nos fuimos acercando la una a la otra, en realidad no teníamos a nadie más a quien aproximarnos. Comenzamos a hablar a hurtadillas, pequeñas palabras sueltas porque hasta eso nos estaba prohibido.

Dormíamos en habitaciones contíguas aunque lo de llamar "habitación" a aquel reducido espacio era un eufemismo. Sin que ello sea una concesión a nadie quiero explicar cómo era mi dormitorio porque es una imagen que me ha perseguido siempre, y en cuanto he tenido oportunidad de poder decidir dónde dormir he buscado todo lo contrario de aquéllo.

Era un habitáculo de algo más de tres pasos de zancada, rectangular y con una pesada puerta de madera como entrada. En su interior poco que contar: un camastro cuyo colchón (también por llamarlo de alguna manera) de borra era tan fino que había que poner periódicos viejos entre él y el somier para no clavarse los alambres. Al lado una mesita con único cajón cuyas pertenencias allí guardadas eran un rosario que me dieron nada más entrar y un breviario de tapas marrón oscuro que había sido usado antes de tenerlo yo. Nada más. Una ventana con contrapuertas toscamente hechas de madera daban a un muro tras el cual nunca supe qué había. La puerta, una vez todas recogidas, se mantenía cerrada como muestra de recato e intimidad por lo que el verano en aquella habitación era realmente espantoso.

Con la dificultad que entrañaba que nos pillaran hablando Angela y yo fuimos encontrando la forma de hablar algo más que una palabra. Tardó mucho tiempo en contarme el motivo por el que también había sido castigada a pasar el resto de su vida en aquel convento; yo también fui muy reservada al principio aunque para hacer honor a la verdad todavía no entendía muy bien lo que había sentido.

Angela recibió por fin el hábito blanco que la declaraba de forma oficial novicia de la congregación. Ya habían pasado dos años desde que estaba allí y cuatro desde que la puerta se había cerrado conmigo. Nuestra complicidad era tal que llegaron a castigarnos a las dos porque nos miramos en medio de una comida y nos echamos a reir, pero creo que ya no nos importaba demasiado. Nos sentía

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