29 julio 2006

EL CONVENTO

Desde que comencé este blog sabía y de hecho me lo propuse, que tendría que describir el convento, y no porque merezca la pena hacerlo si no porque es un fantasma que me ha perseguido siempre y dicen que los fantasmas se desvanecen con la luz.

Aquel lugar marcó una etapa larga de mi vida, una etapa que siempre estuvo ahí, incluso muchos años después de conseguir salir. Todavía a veces me despierto creyendo que veo aquellas paredes, aquella desvencijada cama que ni siquiera lo era pero donde fui increiblemente feliz.

No era un espacio grande. Casona de muros de piedra estaba compuesto por un comedor no demasiado grande pero cuya cocina sí lo era, demostrando con ello que en algún tiempo atrás fue habitado por mucha gente a la vez. Antes de mi entrada allí siempre había oído decir que había pertenecido a un señor noble de la zona que lo donó a las monjas cuando se hija se hizo religiosa, pero nunca supe si era una leyenda inventada o algo real. Al salir del comedor había un pequeño tramo de pasillo, quebrado en su final y que continuaba hacia los dormitorios, cuyas puertas estaban situadas a ambos lados siendo la del final y ya de frente la de la madre superiora.

Volviendo a la salida del comedor y en dirección contraria al pasillo había otro pequeño tramo con una puerta grande, de madera pero ensamblada con algunos hierros cruzados que sirviendo de adorno le daban una apariencia muy recia. Todas las puertas del convento eran de color marrón muy oscuro supongo que en parte adquirido por el paso del tiempo. La madre superiora y la madre María eran las únicas que tenían llaves de todos los aposentos del convento.

La capilla era un lugar de recogimiento y rezo, exclusivo de las madres, puesto que no estaba abierta al público. El convento era de rigurosa clausura, salvo cuando en ocasiones extremas había que salir a los pueblos cercanos a pedir algún alimento o caridad, pero salvo en esos excepcionales días en que incluso hacía falta la licencia del obispo, el resto del tiempo permanecíamos entre aquellas paredes.

Detrás del altar la imagen de Cristo crucificado, a la derecha San Pablo (santo que nunca fue de mi devoción por su trayectoria personal) y en el otro lado la Inmaculada. Los bancos eran de madera, también marrón oscuro, y sin ningún detalle ornamental, colocados en dos filas a derecha e izquierda. Nada más entrar en la capilla, a la izquierda, un único confesionario muy recargado en su confección que desentonaba completamente con la sobriedad de los bancos de rezo; posiblemente había sido colocado allí a falta de uno o donado por alguien que quiso "engalanarlo" demasiado.

Saliendo de la capilla a la derecha lo que llamábamos "el salón" que era una amplísima sala donde pasábamos horas de charla que por cierto eran muy escasas porque según palabras de la madre superiora eso era dar pie al diablo: la holgazanería, por lo que siempre había algo que hacer... aunque fuera inventado. En ese salón simplemente unas sillas incómodas de madera y tres caballetes con una tabla encima que hacía las veces de mesa.

A la izquierda de la salida de la capilla se iba al jardín, un bastante extenso de terreno donde la madre Josefa seguida generalmente de las más jóvenes (Angela y yo entre ellas) tratábamos de conseguir que el huerto diera frutos de los que comíamos, y incluso alguna vez conseguíamos excedente para poder vender a los escasos vecinos que visitaban el convento, generalmente padre y familia de quienes allí estábamos.

Encima de lo que era el edificio en sí había una diminuta torreta en la que parecía caber escasamente una persona no muy alta, y que nunca supe para qué servía, porque la única vez que lo pregunté me soltaron una bofetada, con lo que aprendí que no debía preguntar nada.

Y por último... el baño. Siempre desde que salí mi obsesión han sido los baños, buscando que fueran grandes, espaciosos, con una inmensa bañera donde olvidarme de todo. Esa obsesión se comprende a partir de que describa cómo eran los servicios del convento.

Al salir hacia el jardín, ya en él, había una pequeña caseta a la derecha que parecía una de esas antíguas de playa que se ven en fotos antíguas, solo que sin punta en su parte alta, si no una especia de caja de cerillas larga. Entrando en aquel reducido espacio sólo se veía una tabla a modo de asiento con un agujero en medio: era el wáter. Cuando terminabas de hacer tus necesidades, salías de nuevo al jardín donde había una pequeña fuente de mango al que había que darle arriba y abajo para sacar agua; volvías con el cubo lleno y lo tirabas por el agujero.

En cuanto al baño en sí: en uno de los rincones más "privados" del huerto se había colocado una gran cortina de lona que impedía la visión de lo que pasaba en el otro lado. Simplemente había que correrla/descorrerla por la cuerda para tener un poco de intimidad. Detrás de esa lona, una gran palangana (enorme) de hierro de algo más de medio metro de altura y que había que pintar y limpiar constantemente para que no se oxidara. Era nuestra "bañera". Para ese momento tan personal siempre se necesitaba la ayuda de otra monja que era quien se ocupaba de calentar el agua en grandes ollas color granate y de llevarlas hasta allí, por lo que la intimidad era relativamente escasa. En verano el agua era fría, pero también necesitabas a alguien que te la trajera de la fuente, así que la diferencia era poca.

Quizás uno de los recuerdos más fuertes que han sobrevivido a todo aquéllo es el pan negro. La harina que llevaba no era limpia como la de ahora, y siempre estaba duro, pero no había otra cosa, aunque he de reconocer que al poco las cosas mejoraron en ese sentido y el pan al menos se fue pareciendo al de ahora, aunque su forma era mucho más tosca.

El convento era pobre de solemnidad y apenas producía (en el huerto y en los pocos animales que teníamos) para la propia subsistencia. Los donativos eran muy escasos porque la gente apenas tenía para vivir. Hablo de los años 50-60, siendo especialmente duros la década de los 50 en sus principios que fue cuando entré en el convento.

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