24 julio 2006

1956

Habían pasado ya dos años desde mi entrada en aquel convento y eran muchas las bofetadas recibidas, no porque yo fuera respondona o desobediente si no porque a veces mi criterio no era el de la monja encargada de mi tutela. Simplemente porque levantaras la vista del suelo a destiempo y sin permiso explícito era suficiente para que sintieras volar tu cara por los aires. Pero lo que peor llevaba era levantarme a las cinco de la madrugada para ir a los rezos.

Por aquel tiempo me llamó la madre superiora a su despacho para comunicarme que había terminado mi periodo de aprendizaje y que a partir del domingo siguiente y ya de forma oficial se me daría un nuevo hábito con el que todo el mundo sabría mi nueva condición. Sería novicia. Me quedé mirando a la madre y reconozco que un poco rabiosa le dije que yo no quería ser monja. Creo que levanté un poco la voz lo cual fue interpretado como pecado de soberbia y por lo cual recibí la consabida bofetada y dos días sin cena.

Recuerdo esas dos noches en que permanecía castigada mientras el resto cenaba pensando si realmente no sería aquel mi destino, pero enseguida lo descartaba. Yo no quería permanecer toda mi vida en aquel lugar, no estaba allí por mi voluntad y tenía que haber una manera de salir. Al rato venían a buscarme porque el castigo no contemplaba eximirme de los rezos nocturnos, cánticos incluídos.

Cumpliendo lo prometido al domingo siguiente y al volver de la misa encontré sobre mi cama un nuevo hábito, esta vez de un color indefinido entre el blanco y hueso-vainilla que no se diferenciaba demasiado del gris, salvo en que el cinturón no era tan tosco y áspero a la mano, aunque lo cierto es que ya me había acostumbrado al otro. Sentí la curiosidad de mirarme en un espejo, pero como no tenía porque eso se consideraba vanidad, tuve que conformarme con imaginar cuál sería mi imagen, supongo que no muy favorecedora.

Y mi vida continuó de forma monótona tal y como había sido hasta entonces, aunque mi mente seguía dándole vueltas a cómo salir de aquel encierro e imaginando una vida fuera.

Pasó otro año más, cumplí los 20 y apareció Angela.

Angela era una joven de 19 años de la que tardé mucho tiempo en saber por qué estaba allí. Al principio y durante meses se comportó de forma huraña con todas aunque sí pude darme cuenta que a veces me miraba aunque de forma huidiza. He de decir que todas las monjas eran de edades oscilantes desde las ya ancianas hasta la inmediatamente más joven a mí que le calculé estaría cerca de los cuarenta ya, por lo tanto Angela y yo éramos las más jóvenes de aquel lugar de encierro. Ella entonces pasó a ser la única que llevaba el hábito gris y yo el blanco por darle un color. El resto eran monjas de voto. Le pusieron la misma tutora que tenía yo, pero reconozco que a partir de aquel momento bajó mi tasa de bofetadas y aumentó considerablemente las que recibía ella.

Angela era destemplada en las contestaciones, arisca en el trato. Alguna vez escuché el comentario de las madres de que era un animal salvaje por domesticar. Y se emplearon a fondo en ese dometizaje, vaya que si se emplearon.

Había un pequeño habitáculo en el convento en cuya puerta sólo se veía la cerradura y algo que quería ser un diminuto ventanuco. Yo nunca había entrado allí, pero Angela entró y muchas veces. Era la celda de castigo y en ese tiempo aprendí que quien era introducido en ella no recibía ningún tipo de comida más que agua, y le estaba prohibido hablar con quien se la suministraba. Su única compañía era un pequeño breviario igual al que teníamos cada una. Nunca escuché la más mínima protesta de Angela mientras estuvo encerrada allí, nunca, pero cuando terminaba su castigo la mirada era más desafiante que antes y sus desplantes más frecuentes. Supongo que durante esos encierros sin sentido su alma y su mente se rebelaban de tal forma que salía rabiosa de aquel lugar, o como decían las madres "como un animal salvaje".

Nos hicimos amigas.

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