17 agosto 2006

MI CASA

En casa todo parecía haberse anclado en el tiempo. El poco progreso que había en España no había llegado a los pueblos de Andalucía, al menos en el que yo me había criado no. En las casas seguían habiendo toscas puertas de madera que apenas podían moverse por su peso y grosor, puertas que en verano permanecían abiertas en un intento de aliviar el intenso y seco calor, cubriéndose las entradas de las viviendas con cortinillas hechas de tubos de colores similares a los macarrones. Al caer la tarde del estío y al igual que en los barrios de las capitales, las gentes salían a la calle "a la fresca" con sus sillas de madera y asiento de mimbre.

Recuerdo que me impactó ver de nuevo la cocina de carbón, habituada como estaba ya a las incipientes de gas. El pueblo era pequeño en su conjunto aunque poblado de gentes, cuyos niños correteaban sin peligro alguno llenándose de tierra y polvo por las calles sin asfaltar. No era frecuente que pasara ningún coche salvo los escasos con que contaban sus habitantes, que para ir a la ciudad tenían que hacerlo mayoritariamente en un destartalado autobús que se solía balancear peligrosamente en las curvas junto con las maletas de cartón o grandes pañuelos atados donde se metían las pertenencias desatadas. Recuerdo que mi madre tenía un enorme pañuelo azul oscuro de pequeños lunares azul blancos para esos menesteres.

En el pueblo había una pequeña carbonería donde íbamos a comprar la grulla para la cocina, el serrín para los animales y los hierros de los enormes macetones que solían adornar las entradas de las casas. En realidad era una especie de almacén donde podías encontrar casi cualquier cosa. El pan aún se solía hacer en casa. La leche era traída todas las mañanas en un motocarro y repartida entre los vecinos, salvo aquellos que tenían vacas. El mercado del pueblo era los miércoles viniendo de pueblos cercanos a vender sus productos.

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