13 octubre 2006

MI TIEMPO SIN TI

Siempre he tenido la sensación que la felicidad ajena no interesa a nadie. Cuando alguien cuenta que está bien, que no tiene grandes problemas en la vida o despierta envidias o simplemente no importa lo que diga. Es como si el ser humano tuviera en sus "bajos fondos" el instinto morboso de regodearse sólo en los malos tiempos del otro para sentirse mejor uno mismo. Dicen que el hombre es el único animal que es más depredador que el más cruel de los depredadores, y a veces pienso que es cierto. Cuando vemos, leemos que alguien está mal, salvo una minoría que suele acompañar y consolar, la mayoría (o al menos es lo que se ve en lugares públicos) nos alegramos como si ese lamento ajeno engrandeciera la pequeñez de nuestras vidas. Ojalá nunca llegue a comprender el por qué de esos mezquinos sentimientos.

Durante algunos años la vida entre Lola y yo fue lo que puede llamarse "rutinaria", entendiendo como tal el que no había grandes problemas ni altibajos en nuestra vida en común. El amor iba acrecentándose, incluso cuando parecía haber tocado esa línea invisible que se llama "meta". Miguel Angel, al que habíamos traído más cerca, estaba ya en un colegio externo y vivía con nosotras; algo en su carácter, antes huraño y retraído había ido cambiando supongo que al sentirse querido y protegido. Era un niño despierto y más maduro de lo que correspondía para su edad, posiblemente debido a lo extraño de sus circunstancias anteriores, pero con una ternura increíble en cada gesto. Reconozco que no me resultó nada complicado quererle, por ser de Lola y por él mismo.

Teníamos nuestra propia casa, trabajos que nos permitían vivir con cierta holgura y sobre todo y lo más importante: habíamos creado un hogar juntas y con un niño creciendo lleno de salud. En ese tiempo sólo hubo algo que enturbió de tal modo que todavía hoy no entiendo cómo pudo pasar.

En el colegio donde Lola y yo seguíamos trabajando había una compañera que nos cayó bien a las dos desde el principio. Vivía sola y solía ser muy reservada a la hora de contar nada de su vida pasada. El caso es que poco a poco nos fuimos acercando las tres y algunos fines de semana venía a casa a comer; luego y por empatía también al niño las tertulias se fueron alargando hasta que se hizo incluso habitual que se quedara a dormir algún sábado por la noche en casa.

Uno de esos días Miguel Angel que ya andaba resfriado tuvo una fuerte subida de fiebre; como no conseguíamos bajársela le llevamos al hospital. Estuvieron atendiéndole hasta que en un momento dado el niño perdió el conocimiento con la consiguiente alarma de todos; al parecer le había dado una bajada brusca de glucosa; la doctora nos aconsejó que lo ingresáramos aquella noche más que nada para tenerlo en observación, asegurándonos que no había ningún otro motivo para asustarnos; naturalmente el niño quedó instalado en una habitación del hospital y Lola se empeñó en ser ella quien se quedara. Yo andaba algo resfriada también por lo que insistió en que me fuera a casa, que las dos allí no hacíamos nada; la amiga común que había venido con nosotras al centro hospitalario hizo causa común con Lola y al final tuve que acceder.

Regresamos a casa Amparo y yo. Cuando salí de la ducha ya había preparado algo para cenar; no me apetecía nada pero tampoco quería hacerle un desaire, así que con la mente puesta en el niño y en Lola comí algo. Al rato indiqué a mi amiga que me iba a la cama: no tenía cuerpo para alargar la noche con ninguna conversación y aunque sabía que me costaría dormir, prefería estar sola. Amparo se quedó en el salón.

Estaba con la luz del dormitorio apagada ya y abrazada a la almohada de Lola cuando sentí que había alguien en la habitación. No había cerrado la puerta aunque tampoco había demasiado que esconder y más estando sola. Sentí la voz de Amparo: "sé que estás despierta". Alargué la mano intentando alcanzar la lamparilla para encender la luz pero noté que me la cogía. Intenté incorporarme y la sentí sentarse a mi lado; le pregunté si le pasaba algo, si se encontraba mal... y le escuché decir "te quiero". No tengo muy claro lo que sucedió a continuación porque todo ocurrió rápidamente: sé que la sentí sobre mí y que rodé hacia el lado donde dormía Lola, salté de la cama y llegué al interruptor de la luz, encendiéndola. Amparo estaba caída en mi lado de la cama y me miraba sorprendida. Mi "fuera de aquí" sonó destemplado y fuerte.

Apenas pude dormir esa noche aunque tenía, entonces sí, el pestillo de la puerta echado. Le di cien vueltas a lo ocurrido y repasé desde el mismo momento en que Amparo y yo habíamos hablado por primera vez hasta esa noche, intentando averiguar en qué momento podía ella haber interpretado equivocadamente mis muestras de afecto. Cuando salí dispuesta a dirigirme al hospital a por Lola y el niño y me la crucé en la cocina ni siquiera le contesté a sus buenos días. Empezó a querer explicarme que teníamos que hablar; le dijo que no, que me iba a ver a mi mujer y al crío.

Durante algunos días no supe si contárselo a Lola; me dolía que una amistad de tiempo se rompiera de esa forma y no tenía claro qué hacer. Amparo parecía la de siempre y nada indicaba que hubiera pasado nada extraño entre nosotras. Tuve la sensación de que todo aquello había sido un mal sueño, una pesadilla. Finalmente decidí dejarlo pasar y olvidarlo puesto que en realidad no había pasado nada y posiblemente Amparo se había dejado llevar por un impulso. Un error lo comete cualquiera, pensé. No sabía que era yo quien lo estaba cometiendo.

1 comentario:

  1. Me alegro mucho de que hayas vuelto a relatar tu historia, y compartirla con todas nosotr@s.
    Estoy aquí, impaciente de llegar mañana a casa y leerte de nuevo.


    Gracias

    ResponderEliminar