27 agosto 2006

VUELTA A CASTELLÓN

Mi madre había ido recuperándose dentro de la gravedad de su dolencia que siempre deja secuelas. Mi padre había envejecido notablemente en todo ese tiempo y yo había terminado por habituarme a la situación. Por las tardes solía pasear por el campo; siempre me gustó el olor acre de los olivos y ese sabor amargo de las aceitunas recien brotadas.

Todo parecía haberse estabilizado en casa. Una tarde hablando con mi tía me dijo que era tiempo de irme; ya no podía hacer más y ellos se ocuparían de todo. En un primer momento me sentí ofendida porque parecía que había ido allí en un momento de necesidad familiar y que cumplido éste era tiempo de marcharse: usar y tirar. Mi tía, mujer sabia donde las hubiere se dió cuenta que estaba molesta y poco a poco fue aclarándome sus intenciones. Yo no era de allí aún siéndolo de corazón. Mi vida tenía que ser hecha en otra parte donde pudiera desencorsetarme de la opresión que suponía un pueblo pequeño como aquél. Me quedé mirándola mientras la escuchaba, y me dí cuenta que sabía que yo era "distinta", por eso estaba diciéndome que saliera de allí. Que viviera. Quise darle un abrazo pero no me atreví. Eso es algo que ha cambiado la modernidad: el no limitarse en las muestras de cariño que por aquella época eran prácticamente nulas.

Aún así pasaron varios meses en los que seguí dudando qué hacer hasta que un día, comiendo, mi padre levantó la vista, me miró y dijo: "hija, estamos bien".

Mes y medio después y asegurándome que lo dejaba todo en orden partí hacia Castellón de la Plana (así se llama aún entonces), única ciudad que conocía y en la que pensé podría desenvolverme. Iba sin trabajo, sin casa, sin amigos, pero no me importaba demasiado. Me preocupaba lo que dejaba atrás pero también sabía que tenía que empezar con mi propia vida. Quería una familia, alguien con quien conversar después de las cenas. No sabía dónde y cómo empezar pero sí tenía conocimiento de lo que buscaba y quería.

Lo primero que hice al llegar fue dirigirme a una pensión que conocía de antaño, muy cerca de donde vivía Carmen. Pensé que tenía que visitarla; ni siquiera la había avisado que iba. Era tal el cansacio de las interminables horas de tren que caí rendida en la cama. Cuando desperté era casi mediodía del día siguiente y tenía hambre. Pensé en Carmen pero no quería que sintiera la obligación de invitarme a comer así que me compré un bocadillo y busqué un parque. Recuerdo que sentada en un banco me dí cuenta que era feliz. A pesar de todo era feliz.

24 agosto 2006

EL PUEBLO

Hacía años que faltaba del pueblo pero aún recordaba la crudeza de sus inviernos. Aún así la memoria suele flaquear y cuando la realidad llega es siempre superior a lo que quedaba en la memoria. El frío empezó pronto, como ocurría siempre en zonas cercanas a las serranías, y la nieve hizo pronta aparición. Madre seguía mejorando pero muy poco a poco y estaba claro que nunca volvería a ser la mujer fuerte y recia que había sido. Mi padre envejecía a pasos agigantados, doblándosele la espalda cuando creía que nadie le miraba y haciéndose cansino el paso. Cierto es que llegué a pensar que mi sino era estar en aquel lugar para siempre pero nunca hay que perder la esperanza. Y no es que cuidar de mi madre me supusiese ningún esfuerzo, no era eso, pero sí me daba cuenta a veces que entre unas cosas y otras estaba dejando atrás mi juventud que ya no era tanta. De todos modos no me arrepiento de la decisión que tomé y lo volvería a hacer si pudiera.

La vida en el pueblo no era fácil pero tampoco demasiado complicada si se disponían de medios para vivir más o menos holgadamente. Mi padre disponía de algunas tierras, no muchas, y los jornaleros que contrataba hacían el resto. No era una posición demasiado holgada pero sí lo suficiente para vivir sin apreturas. Lo peor para mí al menos eran las noches, cuando ya terminados todos los quehaceres y pensaba en un futuro que no conseguía ver claro. Pero en el convento me habían enseñado que nada podemos hacer para cambiar nuestro destino, y eso era algo que tenía asumido.

Estando ya un tiempo en la casa paterna una de mis primas, la que más se aproximaba a mi edad y con quien siempre había tenido buen trato, me contó que la vergüenza de mis padres cuando mi salida de las monjas fue debida precisamente a eso. Quedé muy sorprendida pero no dije nada. Siempre había pensado que ese "deshonor" fue por lo sucedido con Ángela pero al parecer las monjas decidieron echar tierra sobre todo aquéllo y no dejar que trascendiera a un ambiente más público, por lo que nadie en el pueblo sabía nada. Me sentí aliviada al conocer eso.

17 agosto 2006

MI CASA

En casa todo parecía haberse anclado en el tiempo. El poco progreso que había en España no había llegado a los pueblos de Andalucía, al menos en el que yo me había criado no. En las casas seguían habiendo toscas puertas de madera que apenas podían moverse por su peso y grosor, puertas que en verano permanecían abiertas en un intento de aliviar el intenso y seco calor, cubriéndose las entradas de las viviendas con cortinillas hechas de tubos de colores similares a los macarrones. Al caer la tarde del estío y al igual que en los barrios de las capitales, las gentes salían a la calle "a la fresca" con sus sillas de madera y asiento de mimbre.

Recuerdo que me impactó ver de nuevo la cocina de carbón, habituada como estaba ya a las incipientes de gas. El pueblo era pequeño en su conjunto aunque poblado de gentes, cuyos niños correteaban sin peligro alguno llenándose de tierra y polvo por las calles sin asfaltar. No era frecuente que pasara ningún coche salvo los escasos con que contaban sus habitantes, que para ir a la ciudad tenían que hacerlo mayoritariamente en un destartalado autobús que se solía balancear peligrosamente en las curvas junto con las maletas de cartón o grandes pañuelos atados donde se metían las pertenencias desatadas. Recuerdo que mi madre tenía un enorme pañuelo azul oscuro de pequeños lunares azul blancos para esos menesteres.

En el pueblo había una pequeña carbonería donde íbamos a comprar la grulla para la cocina, el serrín para los animales y los hierros de los enormes macetones que solían adornar las entradas de las casas. En realidad era una especie de almacén donde podías encontrar casi cualquier cosa. El pan aún se solía hacer en casa. La leche era traída todas las mañanas en un motocarro y repartida entre los vecinos, salvo aquellos que tenían vacas. El mercado del pueblo era los miércoles viniendo de pueblos cercanos a vender sus productos.

12 agosto 2006

LLEGADA AL PUEBLO

La vida en Castellón era sencilla puesto que la ciudad era relativamente pequeña, y la mía en concreto se limitaba poco más que a cuidar de Carmen. No tenía vida social sobre todo al principio, aunque más adelante sí fuí conociendo algunas personas, sobre todo afines a la señora o que como yo "iban a recados" que se decía. No era propiamente una criada o al menos yo no me consideraba en esa condición, aunque sí es cierto que realizaba algunas de las tareas domésticas.

La casa en la que vivíamos era vieja, de altísimos techos y un frío intenso en invierno. Carmen a pesar de su alcurnia, que algún empaque aún le quedaba de los tiempos mozos, solía asomarse algunas tardes a la ventana que daba a la calle, sentándose en un enorme y pesado sillón, a escuchar la tertulia que tenían las vecinas. Creo que nunca tuvo el suficiente valor para salir a sentarse con ellas en la acera, pero sí le gustaba escucharlas; incluso a veces intervenía desde dentro de la casa en las charlas. Yo solía quedarme tras ella sentada en una silla, acostumbrada como estaba al silencio y recogimiento.

Un día llegó carta de casa. Sólo mis tíos sabían de mi paradero. Mi madre había sufrido lo que entonces se llamaba "un pasmo" y que ahora es una trombosis. Hablé con Carmen quien no me puso ninguna traba para que me fuera pidiéndome que la tuviera informara de todo cuanto pasara. Durante el camino de viaje a la casa paterna pensé en todo lo que había acontecido desde mi salida de allí a los 17 años. Ni siquiera sabía cómo me recibirían aunque conociendo el carácter de mi padre era difícil pensar que bien, pero tenía que volver, intentarlo al menos. Fueron muchas horas de tren, trasbordo incluído y muchísimo tiempo para pensar, para intentar adivinar.

Nadie me esperaba porque el contestar a mis tíos hubiera supuesto tres ó cuatros días de viaje de la carta, y casi llegaba yo antes. Tuve que pararme unos minutos en aquel desvencijado andén intentando no llorar; casi me ví corriendo por aquel lugar siendo pequeña. No había cambiado, todo seguía igual. En apenas dos pasos me encontré en el centro del pueblo. Se veía mi casa. Tuve miedo pero avancé hacia ella. Ese momento lo tengo tan vivo en la memoria que ahora mismo es como si de nuevo estuviera allí.

La puerta de madera estaba entornada. Como siempre también. Nadie cerraba las puertas, para qué hacerlo?. Todos se conocían desde siempre y nada malo podía pasar. Tuve que empujar fuerte acostumbrada como estaba ya a las más ligeras maderas de la ciudad. La maceta colgada de la pared, esa que siempre tenía que regar mi madre subiéndose a una silla porque no llegaba; el paragüero tan pesado que no había forma de moverlo con aquel enorme paraguas negro bajo el que cabían cuatro personas... y la vara sin la cual mi padre no salía nunca de casa. Casi escuché la voz de mi madre llamándome.

Seguí andando hacia el interior de la casa, muerta de miedo y con todos los recuerdos golpeándome. De la habitación de mis padres asomó la cara de mi tía, giró mirando hacia adentro y se apartó mientras yo seguía caminando hacia allí. La imagen de mi padre apareció casi ante mí e hizo que me parara. No era un hombre de gran envergadura pero sí de complexión fuerte, robusto y con un tremendo vozarrón que a veces parecía un trueno. Con esa voz me dijo: "qué haces aquí?.

A continuación se echó a llorar. Mi padre se echó a llorar. Dió dos zancadas y desapareció pasillo adelante mientras yo me quedaba parada sobrecogida. Sentí una mano que me agarraba del brazo y me empujaba hacia dentro de la habitación. La imagen de mi madre en la cama, con ese pelo que siempre había llevado recogido en un moño, suelto sobre la almohada, muy blanca y con los ojos cerrados. Mi tía la llamó varias veces por su nombre diciéndole: "mira quién ha venido a verte". Finalmente abrió los ojos, miró sin ver hasta que centró la mirada en mí; levantó un brazo y me eché sobre ella llorando.

Hasta mucho rato después y ya hablando con mis tíos no supe de la gravedad de lo ocurrido. Le había quedado paralizado más de medio cuerpo y había perdido el habla. No se podía hacer nada más que esperar. Hablé de llevarla al hospital pero estábamos a más de cien kms de él y no podría hacer ese viaje. No hay que olvidar que estamos hablando de un pueblo andaluz, y a mediados de los 60. Nada era fácil para nadie y mucho menos para los humildes.

Decidí que tenía que quedarme y puse una conferencia a Carmen. Tardaron más de una hora en dármela y cuando por fín hablé con ella me dijo que no me preocupara y que en cuanto le fuera posible iría a ver a mi madre. Lo cierto es que se portó muy bien.

Mi padre estuvo meses sin dirigirme la palabra pero no puso impedimento a que me quedara. Su gesto sólo se suavizaba cuando miraba a mi madre y no puedo asegurarlo pero alguna noche me pareció escucharle sollozar en la habitación que se habilitó al lado para él. Era un buen hombre, fruto de la época, las enseñanzas y sobre todo la rigidez de la iglesia católica. Posiblemente si hubiera vivido ahora sería alguien más tolerante que habría comprendido las cosas.

03 agosto 2006

REENCUENTRO CON ÁNGELA

No estoy segura, pero creo que habían pasado unos dos años o algo más cuando un día me crucé con alguien que hizo volviera mi cara para mirarla. Ella hizo lo mismo. Nos quedamos durante un instante paradas, sin saber muy bien qué hacer ni qué decir.

Yo había ido a Madrid aprovechando un viaje de Carmen en el que quiso la acompañara. Cuando ella descansaba en el hotel yo aprovechaba para pasear por sus calles, queriendo embeberme de todo lo que no había disfrutado durante años. Recuerdo una tarde en que llevaba rato dando vueltas, mirando escaparates, sin idea fija de dónde ir pero disfrutando de todo en que sentí ganas de ir al baño; sé que alguien se reirá al leerme pero tuve que volver al hotal porque fui incapaz de entrar en un bar yo sola. Los "peligros" de la "vida de fuera", metidos muy adentro como hierro candente hacían todavía mella en mí, y muchas veces tenía la sensación de ser una pecadora que acabaría en el infierno. Todavía por las noches tenía la necesidad de rezar antes de acostarme, aunque también es cierto que seguía con el enfado hacia ese Jesús que a veces parecía estar ausente cuando más falta hacía. Aún ahora sigo estando enfadada con él por muchas cosas.

Y uno de esos ratos de ocio fue cuando me encontré con Ángela. Estaba muy cambiada. Había perdido ese brillo que tenía en los ojos cuando ambas estábamos en el convento. Sentí que mi cuerpo bullía con un montón de sensaciones olvidadas... o eso creía yo. Cuando las dos decidimos "reconocernos" nos fundimos en un fuerte y hondo abrazo sin decir nada, abrazo que duró largo rato. Después nos miramos, a los ojos, diciéndonoslo todo.

Decidimos ir a una cafetería cercana, contarnos lo que nos había ocurrido durante ese tiempo distanciadas. Supe que ella lo había pasado aún peor que yo... fue trasladada a otro convento de la misma congregación y rebelada como estaba quisieron doblegarla: la violaron, dentro del convento y por las propias monjas. Su mirada mientras hablaba de todo ello se tornó extraña, dura, desviada. Hubo un momento en que no pude contener muchas cosas, muchas rabias por lo suyo y por lo mío, por lo pasado, por no haber podido protegerla y me eché a llorar. Pasó su mano por mi rostro sin decir nada. Su mirada se tornó mucho más oscura.

Al cabo de unas horas llamé a Carmen para ver si me necesitaba esa noche; dijo que no, que disfrutara de mi tiempo libre y que no me esperaría hasta la mañana siguiente. Ángela y yo dormimos juntas en un hotel. Nada volvió a ser igual. Ella había cambiado... y yo también.

02 agosto 2006

CASTELLÓN

La zona de Castellón si no la conoceis es digna de visitarse. No sabía muy bien dónde ir y en realidad me daba igual. No podía volver a casa de mis padres y fuera de allí y del convento no conocía a nadie. Habían sido muchos años enclaustrada.


El único dinero con que contaba era el que mis padres habían ido mandándome. Me lo encontré en la bolsa que me dieron al salir del hospital. Recuerdo que un par de días antes vino la superiora a verme; yo ya me encontraba bastante bien. Estuvo amable pero distante, como siempre, hasta que le comuniqué que no volvería al convento. Me miró de una forma... Simplemente se marchó. Luego, con los años, he llegado a pensar que posiblemente incluso fue un alivio que decidiera no volver. Era la vergüenza de todos.


El caso es que llegué a la ciudad de Castellón simplemente porque había un tren que iba hasta allí y yo podía pagar el billete. No hubo más razón que esa.


Busqué una pensión. La primera noche la pasé llorando. La segunda conté el dinero que me quedaba y me dí cuenta que tenía que hacer algo porque se iba muy deprisa. Al día siguiente recorrí la ciudad en busca de algún trabajo, pero en realidad no sabía hacer nada salvo rezar. Ya siendo hora de retirarse pasé por delante de una iglesia y aunque mi fe no era muy boyante en esos momentos sí necesitaba hablar con alguien, así que entré. Nada más arrodillarme en uno de los bancos me eché a llorar. Al poco escuché la voz de una mujer muy cerca, me volví y ví que me hablaba a mí. Supongo que la soledad que sentía era tanta y la mirada de aquella señora tan serena que hizo que al rato estuviéramos sentadas las dos como si nos conociéramos de toda la vida.


La señora Carmen era una mujer muy mayor ya, y una de las personas más buenas que me he encontrado en la vida. Viuda de un militar tenía una casa no muy grande pero sí con varias habitaciones. Dicen que las casualidades no existen pero a lo largo de mi vida he dudado mucho de esa aseveración; el caso es que la asistenta que tenía en casa de toda la vida era tan mayor como ella y siempre andaba quejándose del mucho trabajo que había por hacer. Me ofreció casa, comida y un pequeño sueldo porque no podía pagarme mucho, como criada. Ví el cielo abierto y de verdad que lo ví.


Estuve unos años en lo que para mí siempre fue mi hogar. Cuando la señora murió unos años después que la asistenta de toda la vida yo ya conocía a la mujer que más he querido en mi vida aunque aún no lo sabía.

01 agosto 2006

EL FINAL

Después de aquel castigo las cosas no mejoraron. Se habían llevado a Angela y la vida en el convento se endureció conmigo, pero no me importaba demasiado; estaba decidida a buscar la forma de salir de allí.


A los dos meses me mandó llamar la madre superiora. Llegaba el momento de hacer mis votos perpétuos. La de comunicar la fecha era una simple formalidad hacia la novicia puesto que ella no solía tener nada que ver ni qué decir al respecto. La escuché intentando que mis pensamientos no se dispersaran entre el pánico por la inminencia de lo que se me anunciaba y el no saber todavía qué hacer. Cuando la monja terminó hizo un gesto para que me retirara pero seguí parada delante de la mesa, sin levantar la vista. Me inquirió con dureza para que me marchara y entonces alcé los ojos. "No quiero hacer los votos".


Aún recuerdo cómo en dos zancadas rodeó su mesa y se plantó delante de mí. Creí que mi cabeza iba a salir volando ante la tremenda bofetada. Cuando conseguí parar el mareo volví a decir "no quiero hacer los votos". Caí al suelo por la brutalidad del golpe.


No sé cuánto tiempo me tuvieron encerrada porque llegó un momento en que perdí la noción del tiempo. Mi debilidad era extrema. Todavía tenía heridas abiertas por el fragelo, me daban una comida muy frugal al día y tuve la regla estando allí por lo que supongo fue más de un mes. Pasaba la mayor parte de día sentada en una esquina de aquella celda, esperando que de un momento a otro alguien entrara a golpearme; no sé por qué pero siempre tuve ese pensamiento. Sólo una vez recibí la "visita" de la madre superiora preguntándome si había cambiado de opinión, cuando le dije con una voz que me sonó extraña que no, se marchó sin más pero noté la reducción en el plato de comida.


Cuando vinieron a sacarme tuvieron que hacerlo entre dos madres porque yo apenas podía sujetarme en pie. Me llevaron directamente al despacho de la superiora; el único comentario que hicieron por el camino fue lo mal que olía.


Sujetada por las axilas por las dos monjas se me volvió a preguntar si había rectificado el negarme a hacer los votos. No podía ni contestar así que moví la cabeza repetidamente negando. En ese momento me soltaron y caí al suelo.


Cuando desperté estaba en un hospital. Según supe después en el convento se habían asustado al ver que no recobraba el conocimiento, llamaron a una ambulancia y alegaron que yo me había declarado en huelga de hambre y que no habían conseguido que comiera nada.


Tres semanas después me dieron el alta, y salí a la calle dispuesta a no volver nunca más al convento y sin ningún lugar adonde ir. Era la vergüenza de mis padres según una carta que me habían enviado estando convaleciente y no querían verme por casa. Sólo llevaba una pequeña bolsa con todo lo que tenía cuando ingresé; miré el dinero. Busqué la estación de tren y pregunté por los precios sin importarme demasiado dónde iban, compré un billete y tomé rumbo hacia el Levante dispuesta a comenzar mi vida.