Sé que es ya muy entrada la madrugada pero no podía dormir. Llevo toda la tarde con aquel castigo que supongo nos infringieron a las dos en la mente, sin poder apartarlo. Hay una imagen que suele salir en televisión, ni sé las fechas ni a qué lugar pertenece. Creo que se llaman los "empalaos". Si me estoy equivocando, perdón por el error. Vi a esos hombres sólo una vez, luego cuando cada año vuelven a salir sus imágenes cambio de canal o sencillamente apago el televisor. No puedo verlos.
Creo que suelen salir en Semana Santa. Se dan latigazos con una túnica puesta aunque no estoy muy segura, hay alguien que va con ellos y que cada cierto tiempo les pincha las bolsas de sangre que se hacen en la espalda, porque si no se congestionarían y podrían morir. Eso mismo es lo que me hacía la madre que permanecía impasible en la media hora de flagelo. De vez en cuando me ordenaba parar y con una aguja, imagino que de coser, me iba pinchando, reventando las ampollas de sangre. El cuidado, la higiene, eran completamente nulas por lo que aún hoy cuando lo pienso no sé cómo no cogí una enorme infección. El castigo duró un mes, todo un mes, y hacia el final de ese periodo el dolor era tan intenso que todavía siento escalofríos al recordarlo.
A los pocos días apenas podía ponerme el hábito sin soltar un grito de dolor. Es increíble pensar que las madres, esposas de Dios y misericordiosas con el prójimo fueran capaces de administrar aquel castigo, y sobre todo realizar algunas de las prácticas que al mismo tiempo tuve que sufrir. Contaré sólo una de ellas, porque si no me saco todo esto de muy adentro seguirá siendo parte de mi vida.
Es fácil comprender que a algo más de una semana del comienzo de los latigazos el dolor era contínuo e intenso puesto que mi espalda estaba casi completamente descarnada. El roce del hábito no era precisamente lo más apropiado, pero no se me dejaba aliviar con ningún tipo de vendaje ya que a los ojos de toda la congregación yo estaba expiando un pecado gravísimo. Pero lo que quizás no he podido perdonarles todavía a pesar de los muchísimos años transcurridos es el que para incrementar el castigo de vez en cuando alguna madre me daba un golpe con la mano en la espalda con lo que sentía que el hábito se me incrustaba, aparte de que las heridas se volvían a abrir con toda su crudeza. Siempre he pensado que aquellos gestos eran puro sadismo por lo innecesarios. Al parecer no les parecían bastante castigo los latigazos.
A las tres semanas le rogué a la madre que tenía que "acompañarme" en el fragelo que intercediera por mí a la superiora, que había aprendido la lección, que estaba arrepentida. Ya no podía más. Terminé llorando y de rodillas delante de ella. Me miró todo el tiempo y me alargó aquel pequeño látigo sin decir ni una sola palabra. Cuando me dí el primer latigazo estaba tan llena de desesperación y rabia que supe que saldría de allí. No volví a quejarme y mucho menos a suplicar. Creo que se dieron cuenta que algo había cambiado en mí cuando al salir del dormitorio, una de las monjas alzó la mano para dejarla caer sobre mi espalda, y al ver el gesto me volví y me quedé frente a ella mirándola sin titubear. Cuando me dió la bofetada seguí mirándola, volvió a levantar la mano y no sé si su Dios o el mío hizo que no la bajara.
Nunca he podido olvidar aquel dolor. Todavía tengo marcas, por fuera y por dentro.
Creo que suelen salir en Semana Santa. Se dan latigazos con una túnica puesta aunque no estoy muy segura, hay alguien que va con ellos y que cada cierto tiempo les pincha las bolsas de sangre que se hacen en la espalda, porque si no se congestionarían y podrían morir. Eso mismo es lo que me hacía la madre que permanecía impasible en la media hora de flagelo. De vez en cuando me ordenaba parar y con una aguja, imagino que de coser, me iba pinchando, reventando las ampollas de sangre. El cuidado, la higiene, eran completamente nulas por lo que aún hoy cuando lo pienso no sé cómo no cogí una enorme infección. El castigo duró un mes, todo un mes, y hacia el final de ese periodo el dolor era tan intenso que todavía siento escalofríos al recordarlo.
A los pocos días apenas podía ponerme el hábito sin soltar un grito de dolor. Es increíble pensar que las madres, esposas de Dios y misericordiosas con el prójimo fueran capaces de administrar aquel castigo, y sobre todo realizar algunas de las prácticas que al mismo tiempo tuve que sufrir. Contaré sólo una de ellas, porque si no me saco todo esto de muy adentro seguirá siendo parte de mi vida.
Es fácil comprender que a algo más de una semana del comienzo de los latigazos el dolor era contínuo e intenso puesto que mi espalda estaba casi completamente descarnada. El roce del hábito no era precisamente lo más apropiado, pero no se me dejaba aliviar con ningún tipo de vendaje ya que a los ojos de toda la congregación yo estaba expiando un pecado gravísimo. Pero lo que quizás no he podido perdonarles todavía a pesar de los muchísimos años transcurridos es el que para incrementar el castigo de vez en cuando alguna madre me daba un golpe con la mano en la espalda con lo que sentía que el hábito se me incrustaba, aparte de que las heridas se volvían a abrir con toda su crudeza. Siempre he pensado que aquellos gestos eran puro sadismo por lo innecesarios. Al parecer no les parecían bastante castigo los latigazos.
A las tres semanas le rogué a la madre que tenía que "acompañarme" en el fragelo que intercediera por mí a la superiora, que había aprendido la lección, que estaba arrepentida. Ya no podía más. Terminé llorando y de rodillas delante de ella. Me miró todo el tiempo y me alargó aquel pequeño látigo sin decir ni una sola palabra. Cuando me dí el primer latigazo estaba tan llena de desesperación y rabia que supe que saldría de allí. No volví a quejarme y mucho menos a suplicar. Creo que se dieron cuenta que algo había cambiado en mí cuando al salir del dormitorio, una de las monjas alzó la mano para dejarla caer sobre mi espalda, y al ver el gesto me volví y me quedé frente a ella mirándola sin titubear. Cuando me dió la bofetada seguí mirándola, volvió a levantar la mano y no sé si su Dios o el mío hizo que no la bajara.
Nunca he podido olvidar aquel dolor. Todavía tengo marcas, por fuera y por dentro.